Por Samuel Rodriguez Flecha, PhD / info@salaurbana.com
“Yo sabía que era puertorriqueña, pero no como mi mamá. Notaba que los puertorriqueños de Puerto Rico expresaban orgullo de ser boricuas. Eso me hacía sentir como si ellos fueran más puertorriqueños que yo. Aunque no entendía ese orgullo, luego sí entendí el por qué debemos estar orgullosos de resaltar nuestra puertorriqueñidad.”
Nacida de padres boricuas y criada en Filadelfia, en su casa hablaban español y comían comida criolla. De pequeña, Loly se dio cuenta que sus hermanas mayores tenían dos apellidos, pero ella solo tenía uno en su certificado de nacimiento. Al escuchar que se debía a que ellas habían nacido en Puerto Rico, se sintió diferente, menos puertorriqueña. Cuando su familia se mudó a la Isla, en su nueva escuela, tuvo que usar sus dos apellidos y eso le gustó. Le encantaba la comida criolla en el almuerzo y que podía jugar afuera en el clima cálido. Se sentía más libre.
Sin embargo, no tardó mucho en volverse a sentir excluida. Le decían la gringa porque hablaba inglés. Cuando se enteró que se regresarían a Pensilvania, estaba contenta.
La Escuela Intermedia Especializada Julia De Burgos estaba dividida en diferentes secciones con sus respectivos murales: Bayamón, Lares, El Yunque, y Ponce. El principal, el Dr. Lebrón, era puertorriqueño. Muchos maestros eran de ascendencia hispana. Se cantaba el Star Spangled Banner y La Borinqueña. La monoestrellada prominente en toda la escuela. Se enseñaba bomba y plena. Todos los eventos eran en inglés y español.
Aunque Puerto Rico era resaltado en su entorno escolar, “Para mi generación, éramos hispanos, hablábamos todos español, nos veíamos todos como iguales, no importaba si eras de Puerto Rico, de Nicaragua, o de Colombia. Esa manera de percibirnos nos unía.”
Opuesto a la Julia de Burgos, en la superior había muy pocos hispanos. “Los que se avergonzaban de hablar español trataban de ‘blend in.’ Los que hablábamos español nos manteníamos juntos, sin importar el grado ni la clase social. No importaba si eras dominicano, peruana, o boricua. Éramos todos ‘outsiders.’ Nos apoyábamos unos a otros.”
Después de graduarse de escuela superior, Loly visitó Puerto Rico. Contrario a la hermandad y aceptación que experimentó con otros hispanos en Filadelfia, en la Isla la miraban diferente. El trato que recibió hizo resurgir esos sentimientos de exclusión, de sentirse menos puertorriqueña. “Sabía el idioma, la comida... pero los isleños y yo éramos tan diferentes. Ser tratada como extranjera en la tierra de mis padres me desilusionó.”
En Puerto Rico la miraban como extranjera. En Filadelfia también.
“Te juzgan por tu apellido. Tratan de encajonarte en estereotipos. ¿Cómo que no pertenezco en mi propia ciudad? Nací aquí. Sentí que era más fácil ser aceptada si me distanciaba de mi cultura. En fin, los míos me habían rechazado.”
Con el tiempo el español disminuyó. La cultura boricua comenzó a subyugarse a la cultura estadounidense. Los aspectos del diario se fueron asimilando, también los cumpleaños y otras celebraciones. Aunque esa conexión se fue debilitando, luego comenzó a notar como personas de ascendencia boricua, J-Lo y otros, adquirían reconocimiento en la cultura estadounidense. “Me sentí orgullosa. Comencé a buscar y a encontrar hispanos y puertorriqueños exitosos.”
“Comencé a ver documentales y aprender más sobre nuestra historia. Sobre la masacre de Ponce, por ejemplo, y el documental de Rosie Pérez, ‘Yo soy boricua, pa’ que tú lo sepa,’ sobre nuestra historia y el impacto de los puertorriqueños en la sociedad estadounidense.”
“Cuando me convertí en madre, quería que mi hija conociera su cultura, su idioma, la Isla. Quería que no viera el ser puertorriqueña como un impedimento. Que conociera ambas culturas.”
Y es que los que criamos a nuestros hijos en los Estados, queremos que conozcan su historia, la belleza isleña, su espacio. Que no solo coman panas y quenepas, que también vean los árboles de pana y de quenepa. Las casitas del pueblo de los bisabuelos, su tierra de origen.
Que tengan respuestas a los por qué. Por qué comemos ñame con chicarrones, pasteles, malanga con bacalao. Que experimenten la esencia. Que vean. Que caminen rodeados de su gente.
Que exploren sus raíces y tengan puntos de referencia propios cuando escuchen el Gran Combo cantando Arroz con habichuelas. Que sientan más profundamente La Borinqueña y Preciosa, o Que lindo es Puerto Rico de Millo Torres.
Que sientan en su ser mientras caminan por una vereda en El Yunque, o sobre los adoquines del Viejo San Juan, en la plaza de Ponce o de Lares. En la tibia arena bajo sus pies en una playa en Cabo Rojo, al ver el atardecer en Rincón, las olas y los llanos en la costa norte, cuando suben una jalda en Jayuya o ven los flamboyanes en todo su esplendor en el expreso de camino de Caguas a Humacao.
Que puedan reclamar y sentir la mancha de plátano. Que estén orgullosos de ser. Que vivan y tengan la certeza de que somos boricuas, aunque naciéramos en la luna.
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