Por Samuel Rodríguez Flecha / PhD - info@salaurbana.com
Cuando nos establecimos en Hartford, teníamos familiares en los suburbios. Mis primos y primas habían vivido la mayor parte de sus vidas en Chicago; algunos nacidos allá. Luego de haber intentado restablecerse en Puerto Rico, en los 1980s decidieron volverse a ir, pero esta vez a Connecticut. Visitarlos era un oasis, un respiro de la vida en la ciudad. En sus casas podíamos jugar afuera sin preocupaciones.
Tener familiares cerca hizo la transición más llevadera. Nos reuníamos a menudo, celebraciones, viajes, y nos ayudábamos en momentos de dificultad. También ayudaban las visitas frecuentes de familiares de Puerto Rico—tías y tíos, abuelos y abuelas, primas y primos.
La influencia de la comunidad puertorriqueña en Hartford es evidente (como ya hemos mencionado en artículos anteriores). Mi hermana y hermanos iban a la escuela elemental Dr. Ramón Emeterio Betances, donde había docentes puertorriqueños, incluyendo la principal. Aunque mi escuela no tenía nombre de prócer boricua, también había maestros y varios principales puertorriqueños.
Nuestros padres siempre fueron claros de que mudarnos a Estados Unidos era algo temporero. Aún recuerdo una noche, estando de vacaciones en Puerto Rico, entonando En Mi Viejo San Juan en el Morro con mi papá y algunos de mis primos.
Aunque en Hartford experimentamos racismo y prejuicios, entre otras dificultades, también tuvimos muchas oportunidades y experiencias enriquecedoras, muchos logros y metas cumplidas. Tanto así que con el tiempo nos fuimos acostumbrando, especialmente mis hermanos, mi hermana, y yo.
En octavo grado ya no era de los recién llegados, el idioma no era impedimento, y tenía compañeros de clases y amistades establecidas, el Homie, Shorty, Llantín, Juan…
Cuando llegaba alguien nuevo de Puerto Rico a la escuela era cuando más me percataba de cuánto me había acoplado a mi nuevo entorno. Su manera de vestir era diferente, su recorte era distinto, pero lo más evidente era la timidez que te acompaña cuando llegas a un lugar desconocido rodeado de decenas de ojos, todos fijos en ti. Esa sensación de inseguridad se te desborda por la mirada, y todos lo podíamos notar.
Algunos se le acercaban a hacerle las preguntas de rigor: ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres? ¿De qué pueblo? ¿Sabes inglés? Algunos se mofaban de su estilo de ropa o de su timidez. Otros le decían No le hagas caso. Quédate con nosotros. No te juntes con aquel. Cuida’o con aquella.
Cada vez que alguien llegaba de la Isla, esperábamos al ritual de la hora de almuerzo. A diferencia de las escuelas en Puerto Rico, en las que se acostumbra a jugar afuera a la hora del almuerzo, allá no era permitido salir del área del comedor. La interrogante siempre era si el nuevo alumno abandonaría el comedor después de comer—Vela, vela, a que sale. Casi siempre salían, y entonces llamaban a seguridad. Cuando regresaba escoltado por seguridad, el comedor entero se volvía una bulla. Era como cuando todos salen de su escondite y gritan ¡Sorpresa! Tal vez una manera de dar la bienvenida.
Cuando mi mirada se cruzaba con la de los isleños recién llegados, miradas llenas de incertidumbre, era como mirar en un espejo que reflejaba a mi Puerto Rico, a mi infancia, y me inundaba la melancolía de tiempos pasados.
Y es que esto de la diáspora, este asunto de estar lejos, es una cuestión agridulce. Pues para extrañar hay que estar lejos, de otra manera no se extraña. Solo estando lejos se aprecia lo que la distancia separa.
Aprendí a atesorar esas memorias en mi corazón y a aceptar que el tiempo no regresa, y que, sin importar el lugar, el cambio es inevitable en la vida. Sin cambio no hay crecimiento.
Aunque ya no esté uno anclado en la seguridad de su terruño, se experimenta la libertad de navegar y conocer lugares nuevos, de expandir horizontes, y de derrumbar fronteras. Como expresara Julia de Burgos: “…a cada nuevo azote [mi] mirada se separaba más y más y más de los lejanos horizontes aprendidos… mi rostro iba tomando la expresión que le venía de adentro… un sentimiento de liberación íntima; un sentimiento que surgía del equilibrio [] entre mi vida y la verdad [] de los senderos nuevos.
Ya definido mi rumbo en el presente, me sentí brote de todos los suelos de la tierra, los suelos sin historia, los suelos sin porvenir, del suelo siempre suelo sin orillas de todos [] y de todas las épocas.” (Yo misma fui mi ruta).
Cuando se experimenta el estar lejos de la patria, se vuelve uno su propio espacio.
Ya en la escuela superior tenía aspiraciones enmarcadas en mi nueva realidad, sueños que no se circunscribían al 100 x 35.
Entonces, regresamos a Puerto Rico.
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