Por Samuel Rodriguez Flecha, PhD / info@salaurbana.com
Nuestra mudanza para Hartford, Connecticut, coincidió con el comienzo de mis años de escuela intermedia y mi adolescencia. Ese cambio representó una combinación de tristeza con novedad y aventura. Por un lado, dejaba todo lo conocido—familiares, nuestra casa y el vecindario de mi niñez. Sin saberlo, aunque no sería la última vez, dejaba atrás una vida que jamás volvería a recuperar. Por otro lado, sin embargo, se expandía en mi horizonte un mundo de posibilidades que de otra manera no hubiese podido experimentar.
Nuestro apartamento estaba en la Park Street, territorio puertorriqueño. Nuestra cuadra estaba demarcada por la cafetería El Comerio en una esquina y en la otra por la panadería Los Cubanitos. Recuerdo, entre otras cosas, que llevamos nuestras bicicletas en la mudanza, pero en la Park no podíamos jugar afuera como lo hacíamos en Puerto Rico.
Otro cambio fue el clima. Recién llegados salimos un día de agosto para un parque y la temperatura bajó drásticamente una vez bajó el sol. Al menos para nosotros, acostumbrados a los agostos de la Isla, el bajón fue significante. El invierno en Hartford traía un frío agudo, especialmente en las mañanas cuando tenía que esperar en la parada de la guagua escolar, viento y nevadas intensas.
Cuando llegué a la Quirk Middle School para comenzar mi primer año de intermedia todo era nuevo para mí. Recuero el primer día esperando a que sonara el timbre y abrieran las puertas. Los estudiantes se concentraban cerca de la entrada. Muchos ya se conocían. Algunos se acercaban para preguntarme mi nombre y de donde era. Fue la primera vez que conocí compañeros y compañeras de diversos pueblos de la Isla. Indicar el pueblo de procedencia era como un marco de referencia inicial, algo compartido. Aunque no fuéramos del mismo pueblo, todos compartíamos un origen familiar. También conocí salvadoreños, cubanos, colombianos, pero los boricuas éramos los más.
El ajuste en el idioma también fue interesante. Aunque en Puerto Rico se enseña inglés en la escuela, me tomó unos cuantos meses en afinar el oído para poder distinguir algunas cosas y expresiones.
En los primeros años, estuve en el programa bilingüe. Aunque todos en esa sección de la escuela hablaban español, algunos lo hacían con más fluidez que otros. Fue curioso que había estudiantes en el programa bilingüe que eran nacidos en los Estados Unidos; algunos nunca habían ido a Puerto Rico. Para ese entonces no me explicaba por qué no estaban en el programa regular (main stream). Aunque muchos sabían el inglés cotidiano, no dominaban el inglés académico o técnico. Yo si lo sabía, así que fue cuestión de afinar el oído y sentirme más cómodo hablándolo.
Aunque el programa bilingüe me ayudó en mi transición, usualmente no se les ofrece las mismas oportunidades que a los estudiantes del programa regular, creando disparidad en los recursos y ofrecimientos y en las expectativas y sueños a los cuales aspirar. Además, noté la falta de participación de los padres y madres en la educación de sus hijos. Cuando fui para 9no grado, me cambié para el programa regular.
Al igual que el idioma, la cultura era distinta. Aunque se celebraba la bomba y la plena, la salsa y la música típica, era el rap y el hip hop lo que tomaba precedencia en crear nuestra identidad en la diáspora, al menos en nuestra generación, influenciando no solo la manera de hablar y las expresiones cotidianas sino también como nos veíamos como puertorriqueños.
La primera vez que tomé la guagua escolar al finalizar el día de clases, descubrí muy tarde que me había montado en la guagua incorrecta. Tomé la ruta para la New Park Avenue en vez de la Park Street. No recuerdo cuantas cuadras caminé, pero me sirvió para comenzar a familiarizarme con parte de la ciudad y la realidad que viven muchas familias de la comunidad puertorriqueña en Hartford. Entonces ya supe algunas de las áreas y vecindarios de algunos de mis compañeros de escuela, que si de Park Terrace, que si de la Broad, entre otras.
Aunque al principio no encajaba con mi nuevo lugar y los puertorriqueños que me rodeaban, fui desarrollando mi propia identidad, fusionando mis años de infancia en la Isla con mis años de adolescencia en los Estados Unidos.
Cuando fui a Puerto Rico de vacaciones por primera vez estaba emocionado por ver a mis amigos, pero me dijeron que había cambiado. Entonces me sentí, por primera vez, sin un lugar que nadie me mirara como extranjero—En Hartford era de la Isla, y en la Isla era de allá afuera.
(Continuará)
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